Serían poco más o menos las dos de la mañana cuando alzó la cabeza de la

cama don Sancho, y viendo que aún nadie se rebullía, llamó al cabrero y le

dijo:

—Parece que no has dormido esta noche.

—Yo, señor, duermo poco.

—¡Y qué temprano está ya la puerta abierta!

—Es costumbre que tenemos de abrirla con estrellas.

—¿Tendrás, por casualidad, liga para cazar pájaros?

—Sí, señor.

—¿Y no habrá alguna fuente donde hacerlo?

—Aquí a dos pasos está la de Libar, única en esta comarca, y asombroso

sitio para lo que vuesamerced quiere.

—Pues mira, llévame allá cuando veas empieza a clarear.

—Ahora, señor, es el momento de ir para que, al amanecer, que vienen los

pájaros de todas partes, estén ya puestas las varetas.

—Pues vamos; llamaré a algunos criados que me acompañen.

—Mientras menos bulla y gente, para esta clase de caza es mejor.

—Dices bien, así cuando doña Elvira despierte ya tendré la provisión hecha;

busca la liga en tanto que empino un sorbo para sobrellevar con paciencia el fresco de la madrugada, que, por cierto, se deja sentir bien en estas alturas;

Pedro, Juan, Diego —prosiguió, asomándose a la puerta—, ¿dónde diablos

habéis metido la bota?

Despertaron dos o tres criados, trajéronsela, bebió y tornaron de nuevo a acostarse alrededor de la choza.

—Ya estoy listo —prosiguió—, manos a la obra, y Dios nos dé buena suerte. Embozado en su capa, y calado el sombrero hasta los ojos, emprendió su marcha, y volviendo a pocos pasos casualmente la cara, vio tras sí otro embozado de elevada estatura.

—¿Quién es? —le preguntó al cabrero.

—Un criado mío que va a curar de las cabras paridas en lo alto del cerro de la atalaya, donde está el redil.

—Sea en buena hora.