Prendada quedó sumamente doña Elvira del carácter sostenido y varonil del ferí de Benastepar, y comenzó a cavilar en los extraños caprichos de la suerte que la impulsaban a amar a un hombre que por su posición social y creencia religiosa debía aborrecer, o mirar al menos con indiferencia; mas decía para sí, ‘¿está en culpa del infeliz haber nacido moro? ¿Ha podido remediar que los cristianos le comprometan a vagar por las solitarias sierras?’. Por el contrario, reflexionaba en su decidido valor, carácter franco, y, sobre todo, en el filial amor y profundo respeto que había tenido a sus padres. No conocía la triste que todas estas reflexiones eran otras tantas cadenas con que el caprichoso amor ligaba más y más su corazón. ‘Pero, ¿por qué’, proseguía, ‘no me habrá hablado de la quema de su patria y de la suerte de su madre? ¿Querrá acaso revelarme algún importante secreto? No sé; veremos; mejor será que antes de todo el sueño refresque mi alma con su benéfico influjo, y después discurriremos en lo que hacerse debe’. Logró al fin descansar un rato, y era ya muy entrado el día cuando llamó a Inés y salió de la cama.

Informado don Felipe de que el peregrino decía estaba con calentura, fue a visitarle al instante con su acostumbrada bondad, y le dijo que suspendiese por aquel día su viaje; no se hizo mucho de rogar Tarfe, que ansiaba en el alma tal demora, y pretextando dolores y cansancio no salió aquel día del cuarto, no fuese que alguno por casualidad pudiera conocerlo, y llevando el negocio tan buen principio, tirase al fin el diablo de la manta; aun a pesar de este cuidado no pudo impedir que después de comer bajase otra vez don Felipe en compañía de don Tello y de don Sancho.

—Perdonad amigo —dijo acercándose a la cama el padre de doña Elvira— que os moleste trayéndoos estos señores que quieren veros y oír vuestra historia.