Quizás en España no habrá un pueblo de más pintoresca y extraña situación que la ciudad de Ronda; admirase en ella, entre otras cosas, el profundo tajo, que la divide en dos partes y que tiene en algunos sitios más de ochocientos pies de altura; así se ven desde las casas el dorso de las águilas cuando vuelan, y los árboles semejan pequeñas y delgadas matas; por medio de este horroroso precipicio entra el río Guadalevín, henchido ya desde su nacimiento, con los arroyos y fuentes que en el tránsito de una legua se le reúnen; circula por entre los oscuros peñascos y, a poca distancia, se le une la abundante fuente de la mina que nace al pie de la roca, formando un estanque cuyo fondo dejan ver las transparentes aguas, sembrado de guijas de varios colores y hechuras; después se espacia algún tanto, y se precipita desde lo alto, formando una cascada de más de noventa pies de altura; luego, algunas pequeñas que se cruzan entre sí, hasta que remata en otra no menos elevada que la primera; puesto el curioso viajero en este sitio, ve por una parte el elevado tajo, tapizado de olorosas madreselvas y colgantes yedras, y los edificios que descansan en sus bordes a manera de imperceptibles puntos, y por otra varios molinos embutidos en la roca, y que descienden por escalones en un espacio escabroso y cubierto de verdura hasta las orillas del mismo río, el cual parece suspendido en los aires, formando arcos de blanca espuma que libre el sol, haciendo mil visos y matices; después, sigue Guadalevín bañando y fecundando el suelo de las muchas huertas que plantaron los moros, enriqueciendo con sus productos su predilecta y hechizada ciudad.