Para el siglo XVII, la ciudad de México distaba mucho de ser la ciudad de Cervantes de Salazar y todavía más diferente de la que describieran Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo. Las grandes epidemias de las décadas de 1540 y 1570 habían diezmado a la población indígena dejando una mortandad de aproximadamente noventa por ciento. Como si eso no fuera suficiente, la vida de los pobladores nativos se vino a agravar aún más debido a la sobreexplotación y a la violencia a que son sometidos bajo el sistema colonial, además del choque que les causaría el despojo territorial y cultural que se da durante los procesos de conquista y colonización.

Con el gran descenso de la población indígena también se redujo la mano de obra, indispensable para el funcionamiento de la economía colonial, la cual requería del trabajo forzado impuesto a la población vencida por los conquistadores. Con esta disyuntiva, la corona española se vio obligada a utilizar otros medios para solucionar la escasez de mano de obra. Es así como el africano entra en la escena colonial, incorporado dentro de la maquinaria de la explotación humana, como esclavo.

No pasó mucho tiempo para que se diera una interacción entre los tres principales grupos raciales (americano, europeo y africano) en todos los ámbitos, incluyendo el sexual, lo que dio como resultado una gran diversidad racial conocida conjuntamente como sociedad de castas. La interacción de estos grupos tomó lugar no solamente en los márgenes de las ciudades sino en los centros de las mismas, muchas veces bajo una situación ilegal y clandestina, pero no por ello dejaron de tener una importancia dentro de la vida social, política y económica de la colonia.

Ya desde las primeras décadas del virreinato el espectro de la sociedad virreinal se había ensanchado y diversificado, y cada día se hacía más complejo y disforme, alterando el orden señorial concebido y visualizado por el sistema colonial establecido bajo las dos repúblicas: República de españoles y República de indios. Por supuesto, dicha segregación oficial era más ideal que real (Altman 2002: 45), ya que desde el año de 1540 el gobierno novohispano se empezó a preocupar por el crecimiento desmedido de las castas, a tal grado que emprendió políticas segregacionistas con el fin de evitar la interacción entre los miembros de las dos repúblicas (Cope 1994: 16; Castañón 2002: 49–53).