Intentar definir lo burlesco supone enfrentarse a prácticas marcadamente dispares, tanto del punto de vista métrico como en cuanto a los contenidos y las tonalidades. La brevedad de las formas epigramáticas, la amplitud de algunas fábulas mitológicas o de los poemas heroicómicos, el tono soez de muchos poemas malsonantes y el elegante donaire de no pocos otros llevan a preguntarse si es pertinente agrupar tanta variedad detrás de un único marbete, burlesco. ¿Qué tienen en común, por ejemplo, el poema que Quevedo dedicó a las ruinas de las torres de Joray, publicado en 1648 entre las poesías ‘que llamó burlescas el autor’, y los sonetos del soneto de Lope o Baltasar del Alcázar? ¿Cómo considerar igualmente burlescos la Fábula de Apolo y Dafne de Polo de Medina, calificada de burlesca en la edición de 1634 y que consta de 539 versos, y los 14 versos del soneto gongorino que empieza por ‘De chinches y de mulas voy comido’, clasificado por Chacón entre los burlescos, y que, por la nota de Chacón, parece inspirado en hechos reales? Si nos fijamos en los pocos poemas aquí citados, lo burlesco abarca un campo abierto tanto a la reflexión moral como al juguete literario, a la reescritura paródica de temas mitológicos o a la autoirrisión.