Si bien entendemos que la sexualidad es un pilar fundamental en la configuración de las identidades individuales y colectivas, la sexualidad es, también, un elemento confinado al ámbito privado. Los intentos por situar la sexualidad en el espacio público han suscitado reacciones como la normalización del deseo y las prácticas sexuales alternativas, particularmente en ciertas cúpulas intelectuales de las sociedades occidentales modernas. De hecho, estas sexualidades continúan siendo percibidas como gestos provocadores y desestabilizadores de los valores morales dominantes.

Si hoy es posible proponer estudios acerca de la diversidad sexual (cualquiera sea el contexto donde se encuentre reflejada) es, en gran parte, gracias a la labor fundadora de las críticas feministas y, posteriormente, a los estudios de género y sexualidad (estudios queer, lésbicos y gays). Así, pues, la teoría queer (de afiliación intermitente con los estudios de género) y los estudios gay y lésbicos se plantean, desde la década de los noventa, una constante negociación de sus objetos de estudios y, más particularmente, de las posiciones políticas que deben asumir al momento de analizar las interacciones entre la sexualidad humana y la producción cultural.

Con miras a establecer las diferencias con su inmediato antecesor (los estudios gay y lésbicos), la teoría queer incluye en su marco analítico el transexualismo, el travestismo, el hermafrodismo y la ambigüedad genérica, en su afán por desvelar las incoherencias asociadas al género/sexo/deseo que desestabilizan la heteronormativa hegemónica (Jagose 3).