En la Cuba del principio de los sesenta todo parecía al alcance. El mundo entero sabía lo que era Cuba y ahora no sólo por su envidiable producción de cigarros, sino porque aquella isla de las Antillas se había transformado con la revolución en la meta de artistas, intelectuales y políticos de todo el mundo. Ya no era una Cuba de night clubs y canciones sino el baluarte de la resistencia al monstruo capitalista y un ejemplo para todo país que era posible liberarse del yugo colonialista. Es inevitable que en la ola de estos acontecimientos sus protagonistas fueran considerados como héroes y que hojeando la prensa de la época se perciba la energía vital irrefrenable que está transformando la política mundial. En todo el mundo, después del dramático paréntesis de la Segunda Guerra Mundial, había llegado el momento de redefinir el papel y la legitimidad del colonialismo y de las ideologías que lo han justificado hasta ese momento. La revolución cubana, llevada a cabo sin la ayuda de una de las superpotencias, se presenta como la realización de un sueño de independencia que abarca todo los continentes colonizados. Esta condición ideal, en Cuba, dura sólo por un momento privilegiado de dos años antes de degenerar en autoritarismo, un espacio suficiente para atraer la admiración y el apoyo incondicional de intelectuales y progresistas.